LA CIUDAD es el escenario de un tránsito atroz que nadie ha logrado comprender. Ella planea tus pasos, dispone innumerables esquinas para recortar la voluntad de tu sombra, crea reductos para que tu sexo yazca tranquilamente y para que tu estómago calme su vorágine. La ciudad te entrega la torturada imagen de un mendigo como una amante te entrega un ramo de flores, esto es: para que no dejes de pensar en ella, para que siempre recuerdes su importancia. En la ciudad un hombre de gafas prepotentes te empuja una y otra vez, haciéndote cómplice de su propia mortalidad, y una mujer de voz aflautada y nalgas amarillas te reprocha acontecimientos que no conoces, blindada dentro del cubículo sucio de su estanco como un loro en su herrumbrosa jaula. Yo sólo quería un mechero, dices entonces, avergonzado, en tanto vuelves la vista a la calle, sí, la calle; porque la ciudad se llama ciudad en la distancia, con perspectiva, pues cuando uno se encuentra dentro de ella, entre sus cables roídos y sus olores a restaurante chino y mierda de perro, la denomina calle, así, llanamente, como si decir ciudad fuera un acto demasiado solemne, un exceso ridículo e impropio de nosotros, los hijos de vecino que compran periódicos y bebén café y se masturban entre comidas. Quizás eso de decir ciudad y no calle sólo puedan permitírselo los ricos potentados que pasan largas temporadas más allá de sus semáforos y zaguanes, en cruceros por el Adriático o en islas salpicadas de bronceado y semen. Y es que ellos, los señoritos, al poder recobrar cada poco la perspectiva sobre su propia ciudad, al no ser plenamente conscientes de la intemperie callejera, que tanto pesa en el hijo de vecino, pueden permitirse el lujo de hablarle de frente a la ciudad, cara a cara, pero con modales. Porque a la ciudad el reduccionismo de calle le resulta, por grande que sea la calle y pequeña que sea ella, una obscenidad propia de quinquis escandalosos, una falta de tacto, como llamar niño a un adolescente o puta a una puta. Y como es regla de siempre y conocimiento de todos que de lo que se da se recibe, la city, al recibir nuestra metonimia de suburbio, nos entrega su huracán de solares abruptos, sus gordas flebíticas, sus pasos de cebra, sus yonkis de piel oscura, sus vallas publicitarias, sus parkímetros reventados, su olor a sopa y chatarra. Porque la ciudad se venga y como venganza ella te prepara, a la vuelta de la esquina, un delito a punta de pistola, una violación de rellano o una vieja muerta en medio del asfalto a la que puedes observar y compadecer de la única forma que sabes, alegrándote de no ser tú el que se encuentra ahí, tendido a quince metros de un pan todavía caliente.
LA INDIFERENCIA es el factor que en mayor medida la historia concede a los hombres.
DESDE EL romanticismo el amanecer parece haber sido descartado como presupuesto estético en las diversas manifestaciones artísticas -incluso la famosa obra de Monet, «Impresión: sol naciente», transmite más crepúsculo que aurora. Tal es así que una especie de sentimiento de ocaso ha envuelto nuestra cultura desde entonces, como si olvidando la posibilidad de un nuevo día rindiésemos un tributo etimológico a este Occidente que no acaba de anochecer y que, desde su constante estado de tránsito, no puede más que engendrar patrones estéticos que se rigen precisamente por esa transitoriedad.
SI LA holgazanería no formara parte de la condición humana, todo el esfuerzo que necesita la violencia para concretarse en agresión sería aplicado constantemente entre los hombres. Ser holgazanes ha impedido que nos extingamos.
EL ÉXITO de la mentira radica en que es capaz de camuflar la vulnerabilidad de nuestros pensamientos.
-¿CUÁL ES el fin último del hombre, maestro?
-No tener fin.
EN LA gravedad del niño que juega en solitario se oculta la esperanza de otra humanidad posible.
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