Gracias al neoplatonismo tenemos un mundo perfectamente dividido entre gilipollas y cabrones.
En España, la actitud crítica, sea en el campo que sea, ha sido reducida al café del desayuno.
Perplejo ante la noción silenciosa de dos mirlos que esperan el amanecer.
Es todo un personaje. Su interior no es más que retórica de autoimagen.
Ese «te lo diré sinceramente», que solemos emplear con los amigos, no es más que un acto reflejo para enmascarar la auténtica sinceridad, raíz de lo inconfesable.
Uno de los daños colaterales del acceso libre a la cultura que se ha dado en los últimos cuarenta años es la nauseabunda proliferación de jóvenes poetas convencidos.
La vejez comienza en el preciso momento en el que superas la edad del presidente de tu país.
Exponer nuestras dudas nos lleva a ser rechazados y, aunque ha sido la duda la que nos ha construido, los humanos siempre buscaremos en nuestros congéneres muestras de seguridad; la duda sin resolver es una forma de agresión. De ahí la popular muletilla: la duda ofende.
Y todas las ciudades de la tierra, desde California hasta Tokio, acabaron por convertirse en laboratorios donde las altas esferas experimentaron los efectos del miedo en el hombre.
A altas horas de la noche, en la cama, sensación brutal de intemperie. ¿Una pesadilla?
Los poemas de Ingeborg Bachmann duelen, no abrigan. Dato a tener en cuenta para todos esos traductores de poesía que convierten en terciopelo castellano lo que, en realidad, son profundas cuchilladas germánicas.
A los 67 años, con el culo en pompa y una lata de sardinas entre pecho y espalda, nos retirarán súbitamente de la realidad.
El lujoso mobiliario de la ilustración lo empleamos para reamueblar nuestras cabezas, pero éstas eran demasiado pequeñas.
En las diferentes academias de la lengua que hay por todo Occidente deberíamos instalar a nuestros políticos, pues el esfuerzo que han hecho en los últimos cuarenta años para que el término democracia sea sinónimo perfecto de nepotismo es, sin lugar a dudas, un signo encomiable de entrega y tenacidad.
Creer en dios una vez superados los treinta años es igual de ridículo que idolatrar a tu padre cuando tienes dieciocho.
«Necesito, antes de la cena, granjearme un enemigo», confiesa, henchido de moral, el viejo caníbal.
Después de doscientos mil años hablando sin entendernos, tomar al ser humano en serio me resulta, cuanto menos, un grave problema de perspectiva histórica.
Hasta que los alienígenas no nos demuestren lo contrario, somos, debido a esa constante ironía absurda que consiste en estar vivos y preguntarnos por qué, uno de los chistes más simpáticos del universo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario