sábado, 5 de mayo de 2012

Vasili Grossman (hombre y dignidad)




Stalingrado, 1942. Las tropas alemanas han bombardeado los depósitos de petróleo. El fuego cubre las aguas del Volga transformando el paisaje, ya diezmado por la incensante lluvia de obuses, en una estampa perfecta del infierno. Incluso el viento arde. En una ladera del río, en el sótano de una fábrica destruida que los rusos aprovecharon para construir sus búnkeres, un hombre, rostro insólitamente tranquilo y gafas de lentes redondas, se cubre la cabeza con su abrigo y sale a la superficie, donde está la muerte incendiándolo todo, absolutamente todo. Este hombre es Vasili Grossman y, una vez sea testigo de la destrucción de Stalingrado, del río de fuego y de la reducción del mundo a un rugido ensordecedor y un paraje de cenizas, escribirá, con letra apretada y pulso inusitadamente firme: “Stalingrado ha ardido. Tendría que escribir mucho para describirlo. Stalingrado ha sido incendiada. Stalingrado está en cenizas. Está muerta. La gente está en los sótanos. Todo ha ardido".
            Leer a Grossman es un acto de catábasis del cual es imposible salir indemne. Enfrentarse a su obra es asumir los ojos del testigo y correr el riesgo de que el abismo, parafraseando a Nietzsche, nos devuelva la mirada. Su pulso narrativo bebe del periodismo bélico, pero no se queda en la crónica objetiva. Al igual que 
Kapuściński, Ernst Jünger, Primo Levi o Dostoievski nuestro autor aborda la realidad desde perspectivas humanistas y, por lo tanto, logra transmitir la idea de barbarie como un acto que proviene del hombre y su abanico de pretensiones; por lo que, como lectores, nos sitúa en posición de  alerta ante la  capacidad del ser humano para, en aras de un supuesto progreso, sublimar los instintos de territorialidad y ensalzar esa gran mentira llamada guerra: "Cuanto más dura había sido la vida de un hombre fuera del campo, mayor era el fervor con el que mentía. Aquellos embustes no servían a ningún objetivo práctico; representaban un himno a la libertad: un hombre fuera del campo no podía ser desgraciado."
             En Grossman no hay tendencias efectistas ni seducciones adjetivales. Cualquier apreciación disecciona de manera serena e implacable las entrañas de la guerra, ofreciéndonos un retablo radiográfico del terror que linda con el documento. Para poner un ejemplo del calibre  de sus escritos cabe mencionar  el artículo El infierno de Treblinka (publicado en el diario Krasnaya Zvezda en noviembre de 1944), el cual,  además de ser uno de los testimonios más desgarradores y veraces de la Shoah, fue empleado como base de acusación en el Tribunal Internacional de Nüremberg.
              Vida y destino, su obra cimera, es un travellin formidable que barre la Gran Guerra Patriótica (como denominó el exseminarista georgiano a la Segunda Guerra Mundial) y cuya potencia óptica, a través de una estructura narratológica de raigambre naturalista, es capaz de sumergirse  tanto en el interior del ser como en lo más profundo de las  burocracias bélicas, lo que catapulta  esta obra a la platea del mejor realismo ruso. No es necesario, en Vida y destino, reforzar heroísmos a través de truculencias ficcionadas, ya que  en la realidad-Grossman los héroes no tienen cabida porque, sencillamente, no existen. El valor en el frente no es más que el olvido del sí-mismo, y saber que se morirá tarde o temprano, la única enseñanza posible. 
              El miedo, en esta novela que fue censurada durante años y que se editó en la Unión Soviética en 1988, florece de una inusitada  precisión de  detalles que sólo un testigo directo, un hombre que ha estado durante cinco años junto al fuego, puede erigir.  Aunque también, en no pocas ocasiones, cierta mirada poética nos lleva a percibir una belleza que, por extraña, conmueve, como si el narrador quisiera decirnos, desde esa paradójica esperanza desencantada que sólo un ruso-judío puede ostentar, que a pesar de la muerte, e incluso desde el seno de la devastación, es posible extraer un temblor de belleza al mundo, aunque dicha belleza (me viene a la mente el poeta judío de origen rumano Paul Celan) sólo sirva para ratificar la existencia del infierno: "En la penumbra logró distinguir una escudilla sobre la mesa y reconoció al tacto una miga de pan moldeada en forma de liebre. Lo más probable es que el condenado hubiera acabado de hacerla hacía poco porque el pan todavía estaba blando, sólo las orejas se habían secado." 
             He ahí, en su compromiso descriptivo, en su voluntad para destacar del detalle su ángulo  trascendente, lo que posiciona  a este autor varios  pasos por encima de la voluntad cronística, impregnando cada palabra de una corriente interna de compromiso ético. 
             Así pues, la pregunta emerge: ¿Quién fue Vasili Grossman? Es más:¿Cómo ser, en palabras de Cioran, un teórico de lo monstruoso sin convertirse en monstruo? Para responder a estas preguntas, que coparían no pocas páginas y se adentrarían en terrenos especulativas que irían más allá de la reseña y el homenaje, lo único que podemos llevar a cabo es revisitar la existencia del hombre. 
            Nacido en 1905 en Berdichev, el joven Vasili Grossman, cuyo nombre de nacimiento fue Iósif Solomónovich Grosman, comenzó su búsqueda literaria como reportero universitario, apoyando la revolución de 1917 (cabe destacar que el también judío Isaiah Berlin fue testigo de dicha  revolución) y escribiendo obras adaptadas a los cánones soviéticos de la época, lo que le permitiría, ya
en 1937, formar parte de la Unión de Escritores. Esta circunstancia, no obstante, no lo coartaría a la hora de  solicitar al partido  la liberación de amigos y parientes como su prima Nadia Almaz, acusada de trostskismo. Tampoco lo eximiría de la paranoia soviet y sus fuerzas de vigilancia, quienes lo interrogaron en diversas ocasiones por sus relaciones con la intelectualidad de pensamiento divergente. 
           Años después sobrevendría la guerra y su participación en ella como corresponsal de primera línea. Desde el frente de Briansk en 1941 hasta la violentísima  incursión en Berlín en 1945, pasando por el fuego de Stalingrado o el inmenso crimen llamado Treblinka. Luego, una vez caído el telón de la barbarie, llegaría la experiencia, someramente vivida en el pasado, de la mordaza comunista; el silencio dentro y fuera del régimen, el secuestro de Vida y destino (incluso llegaron a arrebatarle la cinta de la máquina de escribir) y en 1964, la muerte.
          Quizás fue la fe idealista en el comunismo teórico mezclado con el pavoroso desengaño bolchevique, además de la herencia judaica y  el hecho de que su padre perteneciera, en su momento, al partido menchevique lo que construyó a este  testigo de excepción cuya mirada se acercó a la gigantesca noche del siglo XX. Evidentemente nunca lo sabremos. Pero, a veces, emergen esos hombres. La historia los necesita para no enmudecer. Y es que la indudable fuerza ética que destilan las obras de las grandes miradas, normalmente surgidas en circunstancias indeseables, nos obliga a extraer enseñanzas casi iniciáticas, maneras de existencia que nos conducen a evaporar el odio y, en palabras de George Steiner: "Aprender a ser el invitado de los demás y a dejar la casa a la que uno ha sido invitado un poco más rica, más humana, más justa, más bella de lo que uno la encontró."

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