Me resulta muy difícil abordar el tema que me propongo, querido y estimado doctor Roque, pero ya han pasado bastantes años y debo transmitir lo sucedido a alguien, y más a alguien de confianza y tan próximo a dichos tiempos como usted. No quiera ver en estas líneas torpes la búsqueda de complicidad o el exorcismo de mis demonios, sino la necesidad de dejar cada cosa en su sitio. Hoy día ya acarreo con mi culpa de manera honesta y, teniendo en cuenta que no hay para mi acción una pena establecida por la ley, sólo yo puedo autoimponerme condena.
Como recordará, la luz, por aquel entonces, estaba matando a mamá lentamente. En los últimos cinco años su enfermedad, que al principio sólo era un rechazo a los objetos brillantes, se había acrecentado de manera catastrófica, por lo que su cuerpo se encontraba mermado de manera que sólo cabía una posibilidad para su futuro. Eso lo sabíamos los dos y usted lo ratificó con su ciencia la mañana que nos fue a visitar. No sé si recordará que durante el café puso su mano en mi hombro y con sinceridad aplastante me dijo: El caso de su madre carece de solución, espere lo inevitable. Y así fue. No obstante, hay diversas lagunas en el caso de mi madre, sobre todo en su manera de dejarnos, que debo aclarar con precisión; al menos la precisión que la memoria me conceda. Comienzo:
Con facilidad podrá hacerse una idea de la situación en la que desarrollábamos nuestras vidas. Últimamente he tenido conocimiento de que el mal que aquejaba a mi madre es más frecuente de lo que parece, aunque casi no tiene lugar de forma tan extrema. Como sabrá, ella no sólo no podía enfrentarse a la luz del sol, sino que cualquier fuente lumínica le era perjudicial. Lo que implicaba que en casa lleváramos una vida prácticamente a oscuras. Es por eso por lo que construir penumbras, entreabrir una puerta o una ventana, suponía acarrear con un riesgo extremo.
Sin embargo, después de unos meses en tinieblas, descubrí un enclave en el que la luz no podía expandirse más allá. Se trataba del recibidor, concretamente el lugar del diván asiático, un viejo mueble que mi padre trajo de Singapur después de uno de sus numerosos viajes, meses ante de desaparecer. Era un objeto algo desvencijado y con sobresalientes astillas e imperfecciones, aunque permitía un reposo singular sobre su piel roja. Fue por eso por lo que decidí desarrollar allí mi mundo. Pasaba las noches y los días con la vista fija en algún libro o con la mente bullendo entre pensamientos baladíes. Leía y pensaba, señor Roque, como lo hacen las personas que desean ver pasar el tiempo y olvidar, ya que las exigencias que reclamaba mi debilitada madre absorbían gran parte de mí.
Recuerdo que cada diez o quince minutos —sorprende constatar que la agonía es un huésped de puntuales manifestaciones— llegaba desde el cuarto la quebrada voz de mamá, su reclamar un poco de agua o sus delirios inconexos. Por mi parte respondía instantáneamente, y dejaba atrás cualquier tarea, aunque confieso que, además de la lectura, las había reducido a lo básico. Al principio, quiero decir los primeros dos años, los motivos centrales de mi ayuda eran el cariño y la entrega a la persona que me había otorgado lo que ahora ella perdía lentamente. Pero poco a poco, y no proviene de la crueldad lo que voy a contarle, tales motivos se difuminaron, se transformaron y se convirtieron en algo similar a la resignación, la resignación y el cansancio. Fue por esa época cuando comenzaron a aflorar en mí las ideas extrañas y las sensaciones inexplicables.
Tenga en cuenta, mi estimado y querido doctor Roque, que mi realidad tenía lugar casi exclusivamente en el mencionado rincón, arrellanado en el diván asiático o preparando algún alimento para ella y para mí. Por ejemplo me sorprendía con la vista fija en el reloj de péndulo, sin saber qué hora podía ser, e incluso olvidando que mi vista se encontraba sobre un objeto. Fue cuando descubrí la ausencia en toda su amplitud. La biblioteca, la vitrina, la estatuilla de ébano junto al sombrerero dejaban de tener sentido para convertirse, primero, en entidades abstractas, luego en simples referencias visuales y, finalmente, en nada. Sí, la nada existe, doctor Roque, y es un objeto contemplado mientras dormía mi madre.
Cualquier persona cabal, y más alguien conocedor de la medicina de la mente, comprobará en mi historia un hecho bastante común: los efectos devastadores de la tensión y la oscuridad. Sin embargo, hoy puedo afirmar que hubo algo más, algo que no tuvo lugar desde el mundo de la razón, sino desde ese infierno donde danzan los animales que oculta nuestro interior.
Durante ese periodo que hace unas pocas líneas le he descrito como de resignación y cansancio, solían ir hasta casa algunas visitas: la tía Marta, usted, los primos Isidoro y Andrea, las amigas de mamá… Cada visita, antes y después de la entrada al tenebroso dormitorio, me transmitía sus impresiones sobre ella, tratando incluso de aleccionarme en cuanto a procedimientos que debía llevar a cabo para facilitarle las cosas a mamá. Eso sí, nadie, salvo usted, llegó a considerar mi situación y mi silencioso deterioro.
Fueron tales palabras vertidas entre pastas inglesas y café las que me condujeron a una búsqueda de la que hoy me arrepiento: elaborarme una idea global de quién había sido madre, construirme un recuerdo para la posteridad, un recuerdo con el cual vivir después de ella. Y es que era curioso y extraño comprobar que nunca hubiera poseído una idea exacta de ella. Quizá la proximidad no me había permitido tal concesión. Pero aquella noche, la que vertebra mi carta y vertebró mi vida trágicamente, lo hice. Fue espeluznante.
El día después me sorprendí absorto en el diván asiático, con los ojos sobre el reloj y entumecidos debido al aire gélido que transita por la casa al amanecer. Sin duda me había pasado la noche yendo y viniendo del recibidor al dormitorio, pero no recordaba nada, absolutamente nada.
Cuando observé mis manos las descubrí manchadas de rojo. Imagine, doctor Roque, la angustia que automáticamente me embargó. Supe entonces que el miedo no responde al tiempo, sino que se instala de manera implacable en la anatomía y desguaza la mente hasta convertirla en astillas. Una certeza horrible afloró en mi mente; una persona puede llevar a cabo acciones ajenas a su voluntad, al menos ajenas a su voluntad consciente, y salvarse o condenarse gracias a dichas acciones.
Del trance en el que me sumergí recordaba —y aún hoy recuerdo— sucesos de mi pasado: el patio interior donde solía jugar con camiones de cartón, la profesora de trasero inmenso que gustaba de golpear a las niñas, mi padre con un reluciente sombrero de color marfil… Por el contrario, cuando traté de buscar a mi madre, de consolidar esa idea global de ella a lo largo de mi infancia y juventud, no encontré nada. En lugar de recuerdos me golpeó el aire frío ascendiendo por mis tobillos y una atroz sensación de cansancio físico, como si, en lugar de pensar mi vida, la hubiera recorrido a lo largo de una sola noche.
Y allí estaba yo, con las manos ensangrentadas y un gusto a herrumbre en el paladar que nunca olvidaré. Al punto me elevé y seguí el rastro rojo. Éste recorría oblicuamente el recibidor, se internaba en el pasillo oscuro y llegaba hasta la habitación de mamá. Entonces, sobresaltado, giré el pomo y me adentré con el corazón desbocado. Era una sensación similar a la suciedad. El olor que inundaba la casa era, para que me entienda, igual al que percibí una mañana décadas atrás en el mercado, cuando dos hombres apuñalaron a otro junto a mí y huyeron rumbo al puerto.
Así, creo que sin pensar en nada o quizás pensando en aquel día fatídico del mercado, llevé la mano al interruptor y lo pulsé. Cuando la luz inundó toda la habitación comprobé que la sangre provenía de una pequeña astilla del diván clavada en mi mano izquierda.
Las últimas palabras que escuché de mamá, en tanto veía por primera vez en muchos años su rostro y el olor de la muerte se acrecentaba hasta la náusea, no las recuerdo.
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