jueves, 26 de abril de 2012

Apuntes XIX seguidos de carta-comentario del traductor José Anibal Campos





THEODOR W. ADORNO: El aislamiento del espíritu de la ocupación económica lleva a la ocupación espiritual a la cómoda ideología.*(ver carta-comentario de José Anibal Campos) 




ES DE sobra conocido que para que se produzca un cambio de estado físico en la materia se necesita una modificación energética determinada. Asimismo, trasladando este concepto de proceso al plano de la crítica socioeconómica, obtenemos que para que tenga lugar ese estado de equilibrio del que, aparentemente, gozan las naciones occidentales, es necesario un presupuesto energético sostenido, entendiendo presupuesto energético como la gestión eficaz de los poderes (legislativo, ejecutivo y judicial) sobre los que se asientan las naciones de derecho.
             No obstante sólo necesitamos echar un raudo vistazo a la práctica del derecho occidental para descubrir que la distancia entre presunción teórica y praxis es más que evidente, como si un físico asistiera a la solidificación de un estanque de agua en pleno desierto. Esta descompensación de poderes, cuyos ejemplos son tan evidentes que ni siquiera se hace necesario mencionarlos, asevera que el presumible estado de equilibrio promulgado como estatu quo por las clases políticas no es más que un constructo hueco, una máscara que sólo oculta el rugido y el ensanchamiento de los estómagos financieros, quienes hoy por hoy consumen la mayor parte de la energía necesaria para que la materia de las naciones se encuentre en estado de practicar un derecho justo y dignificante.




SI EL desarrollo capital de las naciones se ha convertido, como bien apuntó Keynes, en un subproducto de actividades de casino, los contribuyentes de tales naciones ya no son más que meros adictos cuyas apuestas, absolutamente condicionadas por la necesidad inflexible de consumo, los mantienen sumidos en una profunda mansedumbre con respecto a cualquier acción que no sea la de adquirir bienes a través de las relaciones de deuda, ya que cualquier “gasto” energético que se encuentre fuera de los cauces del mercado se considera, a través de los medios de propaganda y aleccionamiento, un esfuerzo baldío y excéntrico.




DEBEMOS TENER claro de una vez por todas que el consumidor irrefrenable, ese hombre-que-adquiere y que, por lo tanto, ha hecho del acto de adquisición un fin por sí mismo, ha sido transformado, en los últimos cuarenta años de neoliberalismo, en un nuevo tipo de capital cuyo fundamento de ser es la deuda; un nuevo tipo de capital que, por encima incluso del dinero, ha fomentado el crecimiento exacerbado de la actividad especuladora, la cual, al no encontrar límites fiscales que regularan su expansión, ha acabado por irracionalizar el comportamiento de los mercados, inyectando en su propio torrente un veneno al que no es inmune y que corroe la base misma de su estructura: la solvencia del consumidor, la dignidad del adicto.




SÓLO CUANDO es necesario maquillar el despiadado rostro de la tecnocracia con los colores del sufragio democrático surge un político y nos habla de su partido.





*CARTA-COMENTARIO de José Anibal Campos:


QUERIDO SERGIO, QUERIDO AMIGO:

Desde que nos conocimos, a través de nuestras innumerables charlas y encuentros, mi admiración por tu persona (en primer lugar) y por tu escritura, la de un autor con una madurez y una inquietud intelectual asombrosas para su edad, ha ido en constante aumento.

Y ahora veo en tu blog que estás dedicado a lectura de Adorno.

Eso, lo digo sin tapujos ni sensiblerías, me emociona. He leído mucho y con pasión a Adorno. Dialéctica de la Ilustración me parece un libro fundamental en el ideario del siglo XX. Por lo que he visto de ti, por lo que he percibido en tu obra y en tus reflexiones, estoy casi convencido de que sacarás un buen provecho de esas lecturas.

Y es de suma importancia leer a Adorno de nuevo en estos tiempos, revisitar su obra, y hacer un recorrido bien atento por esas galerías del pensamiento.

La obra de Adorno (y de buena parte de la Escuela de Fráncfort), contiene elementos de un verdadero pensamiento liberador, gracias a su mirada crítica (a veces legítimamente furibunda) a la sociedad capitalista del entretenimiento, de la narcosis de masas, al enmudecimiento del debate intelectual. Eran las décadas de los cincuenta, sesenta y setenta, sobre todo, un periodo en que la Guerra Fría condicionó a los poderes del capital a lavar el rostro del sistema y a darle unos retoques de maquillaje con medidas de tipo social, en aras de su propia supervivencia (porque se le echaban encima las protestas de los jóvenes estudiantes en el París y Berlín del 68, al tiempo que en los Estados Unidos una buena parte de la sociedad reclamaba derechos civiles, libertad sexual, participación).

El capitalismo más feroz, entonces, se agazapó, aparentemente levantó las orejas, pero hizo oídos sordos, y fue diluyendo, con astucia, todos aquellos reclamos de un pensamiento liberador en la gaseosa coca-cólica del entretenimiento, aislando así a los intelectuales que pedían ser escuchados en serio. En los sesenta, por ejemplo, un autodidacta como Guy Debord, con su Manifiesto Situacionista, denunciaba ya desde París la fantasmización del intelectual, y lamentaba la ausencia de un verdadero debate enriquecedor, siempre eludido con el propósito de favorecer a una "cultura del espectáculo". Otra vez, el potencial asimilador del capitalismo oyó el reclamo y lo desvirtuó, convirtiendo aún más a los intelectuales en fantasmas que aparecen borrosamente en una pantalla. Los propios intelectuales – o muchos de ellos, en su ego desmedido—, se dejaron engatusar por los poderes establecidos, ya fueran políticos, económicos o incluso académicos, porque al final todos los poderes terminan convergiendo. (Cuando en Cuba, por ejemplo, el "Origenismo" entró en la Academia, se convirtió en basamento intelectual del nacionalismo represor castrista. Aquí, por su parte, pueden percibirse varios acordes de una metafísica insular que, quiéralo o no, sirve o servirá de base a la parte menos liberadora, la más rencorosa, de los discursos nacionalistas).

Han transcurrido varias décadas desde entonces, décadas de una orgía de lo banal, y hemos desembocado en este desmontaje absoluto de aquel cosmético que otorgaba al capitalismo un rostro aparentemente más humano. La capa de polvo se está resquebrajando de la bonita máscara y está dejando ver su mueca burlona y siniestra.

Y no creas que lo banal está solo en formatos televisivos como  Gran Hermano o Quién quiere ser millonario. Se pueden escribir alejandrinos perfectos y perfectamente banales en revistas de exquisito y banal diseño. Por otra parte, un campesino o un obrero sin estudios pueden escribir en la red o en un trozo de papel una frase lapidaria, llena de faltas ortográficas y sintácticas, pero cargada de sentido. A mí, como intelectual (incluso como traductor), me interesa el todo, pero, obligado a escoger, me interesa más el sentido que la perfección métrica.

¿Qué pasa ahora?

Precisamente cuando vivimos una especie de Nueva Santa Alianza (ya no dirigida por Metternich, sino por Merkelnich), cuando, en medio de la euforia de los carroñeros ante el cadáver legítimamente sepultado del totalitario comunismo de Estado, cuando se hacen recortes sociales por todas partes (en nombre incluso del bienestar de todos), cuando, incluso, se programa una ley que recorte los derechos de reunión a través de las redes sociales, empiezan a escucharse las voces trasnochadas de algunos intelectuales conservadores o abiertamente de derechas (o incluso falsos intelectuales de falsas izquierdas, autoritarios agazapados, de mayor o menor ralea), reclamando, precisamente, aquello a lo que la derecha hizo oídos sordos en los sesenta y setenta: la presencia del intelectual en el debate público, en la orientación del pensamiento de todos. Eso sí, reclaman para ello recuperar el intangible elitismo de los intelectuales, como en la República de Platón, o, sobre todo, como en la época de la Santa Alianza.  ¿Crees que una cosa no está relacionada con la otra? Pues yo, amigo mío, creo que lo está. El reclamo de un elitismo intelectual en el momento en que los sin voz solo cuentan con las redes sociales, en una sociedad cada vez más estandarizada por los medios, casi todos en función del capital y del poder, resulta cuanto menos sospechosa. Ahora mismo, un adalid del neoliberalismo, un intelectual conservador como Mario Vargas Llosa (fabuloso narrador de fábulas), está reclamando en un nuevo libro ese elitismo intelectual. Empieza a expandirse el miedo a la capacidad democrática que ellos mismos fomentaron (antes en aras de silenciar al pensamiento profundo y liberador), y pretenden ahora borrar también la posibilidad de cualquiera de colgar sus ideas en la red (porque es tal vez desde allí desde donde pueden llegar las ideas y los movimientos liberadores).

Recuerda, mi gran amigo, Adorno no es simplemente un "adorno" para dar cierta legitimidad a un texto, y mucho menos deben usarse sus ideas para encubrir otras intenciones, ya sea por perfidia o por falta de inteligencia. Aunque, a decir verdad, ojalá solo sea lo segundo, porque la falta de inteligencia es mucho más fácil de denunciar que la perfidia: en algunos casos, basta echar una ojeada a ciertos textos pseudoteóricos y a ciertos poemas que llevan la misma firma para notar que los versos no son precisamente una prueba del pensamiento liberador propugnado en la teoría. Es preciso hacer una lectura atenta de Adorno para comprender y combatir con las ideas lo que está pasando. Puede que ya estemos en el momento en que, como decía Brecht, «una conversación sobre árboles es casi un crimen, porque implica callar sobre tanta miseria».

Yo creo que tú estás a la altura de esa atenta lectura.

Te quiere


                 José Aníbal Campos          

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