martes, 15 de octubre de 2013

martes, 24 de septiembre de 2013

El arco del sol en la terraza.

La tormenta de arena
sobre el horizonte.

Luz de domingo:
lugar común,
pero lugar al fin
donde el astro,
en la terraza,
se desploma.

Tu espalda,
                  la claridad
y frente a nosotros
el desierto,
                  las tribus,
el océano.

Calima.

Brillo en la noche.

Los cigarros
se encienden como lámparas
restándole fuego
al infierno que brota
bajo las farolas.

La mujer que vende encendedores
espera, quieta
junto a los mástiles
que mueven la ciudad
de las esfinges.

Yo sólo entiendo, como entienden
ciertas criaturas
desgajadas del sol,
                            la piel
de las cosas que arden
hasta derretir su apariencia.
               
Y quizás sea eso,
junto al ascua
de este cigarro,
lo que me ha sido dado
para brillar.


Sobre la mesa
abandonan los panes
cuatro muchachas.

El silencio del trigo
cuando se calla el viento.
La ciudad queda atrás,
compacta como el cuerpo de la luna,
iluminada.

El fuego de las cúpulas
se alimenta de fábricas, casinos
y autopistas extensas
como la boca del caimán que odia.

Cuando llegamos
a las afueras
huracanes de polvo, cementerios
y el lugar de los hombres
que deciden ahorcarse,
nos reciben.

No puedo revelarte mi intención.
Sabes a qué he venido.

Mientras la noche cae sobre el desierto,
los chicos de las Harleys
se alejan por el túnel.

Huele a perfume y gasolina
y hace frío.
            
Ahora
que los astros se precipitan
más allá de la costa
de los elefantes
                         escribamos,
con resina o hueso,
lapislázuli o ceniza,
cómo estalla en los bajíos
y se coagula
                    en la línea falaz
del horizonte
la última tarde
                       de la creación.

Escribamos
con palabras ya dichas
lo que no
               todavía
sabemos pronunciar.
A veces pasan ángeles
por casa de José.

Hablan un rato
de sus problemas,

fuman escarcha,
ríen

      sin comprometer
su clandestina pureza.

A veces pasan ángeles
por el hogar del carpintero,

buscan la paz,
el pan,

          el silencio;
algo de vino.
Una forma conocida,
apretada entre los dedos
sucios del alba, quieta
sobre la cama revuelta
de acuerdo a un antiguo ritual
que conjuga amor y muerte,
sacrificio.

A primera hora de la luz,
la ciudad despierta
y despiertan los huéspedes
y mis manos
apretan la forma, deforman
el objeto, someten
su intachable pureza,
                              abandonándolo.

Sobre la cama revuelta
la flor apabullada
por el peso del mundo
y mis manos en ella,
torpes, deshojando
los fragmentos
que el amanecer devoró,
restos de algo
que contuvo belleza.

En el alféizar,
Portugal y el susurro
de viejos transistores
y el grito
de los que viven, comen,
sangran
en la estación salvaje
que no entiende de purezas,
donde los panes
se trocan por sangre
y el silencio 
está hecho de errores.

Soy
el que a primera hora de la luz
destruye entre sus puños
la forma conocida
                            y quiebra
lo que este día portugués
quebró
hasta lo explícito.
          


lunes, 16 de septiembre de 2013