jueves, 18 de abril de 2013

Ad hominem II




Pertenece a la estirpe violenta de los caníbales. Su cuerpo duerme, cada noche, junto al polvoriento alambique del aire, a la intemperie. Ya no tiene nombre y tampoco ojos posee, aunque todavía conserva cierta lucidez de vaso vacío, cierta tranquilidad absurda de escorpión que espera en el umbral el último canto de la víctima. Pertenece a la raza de los que bebieron lluvia y mordieron a manos llenas el cuello de los pájaros. Dice que sabe la verdad, que estuvo allí, donde la bóveda se trenza al horizonte y los astros tocan las aguas más profundas; en la ciudad inventada por el sueño de una hoguera. Pero todo eso es mentira. El viejo caníbal, despojo de una madre destinada a la ceniza, padre de una joven muerta en cuyo sexo naufragaron amebas solitarias, desconoce el incendio de Roma, la lengua hirviente de Ur, el idioma narcótico de los dragones más puros. Su borrosa lucidez de vaso de agua guía su alma enceguecida y bajo el alambique del aire habla, de vez en vez, con su propia calavera. En la llanura de polvo y lava en la que habita, el viejo caníbal escucha, cada tarde, el paso de tres o cuatro mulos amarillos, sedientos y llagados. Los oye aproximarse y alejarse, con sus juegos de rótulas gastadas y sus lomos y sus cascos putrefactos, y les grita: «¡Atrás, demonios, esta es mi casa y la defenderé hasta la muerte!» Porque el viejo caníbal cree que tiene hogar, ojos, belleza; cree que su hija no fue violada por el tentáculo amargo de una ameba, y se jura a sí mismo que es amado por los ciclos de la luz, por las patrias invisibles del tiempo, por el licor de las florecidas támaras, mas lo único que tiene es un pelícano azul, agonizando, entre sus piernas. Kata ton daimona eaytoy.



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