Comentarios
al texto «El coro de castrati»,
de
Rafael-José Díaz
Alejandro
Rodríguez-Refojo
El
12 de abril de 2012, el poeta, narrador y traductor Rafael-José Díaz
colgó en su blog Travesías
una entrada deliberadamente polémica titulada «El coro de
castrati».
En ella el autor critica a una serie de poetas insulares que él
considera un coro de «castrados», a sus padres capadores y una
serie de «síntomas» de castración generales. Voy a tener en
cuenta los comentarios realizados por otras personas a este post
de Rafael-José Díaz (en adelante RJD), así como las réplicas y
puntualizaciones de éste. Me basaré para ello en el texto y los
comentarios divulgados por el autor en la fecha indicada en su blog
Travesías,
eliminados posteriormente de este espacio y publicados en otro blog,
Parodias y profanaciones1,
esta vez sin los comentarios que no fueron firmados en aquella
ocasión. Me detendré en ciertas contradicciones que desvelan la
posición crítica del autor (posición de juez
excluso) y, finalmente, en las
frases que expresan un juicio sobre la poesía canaria actual,
algunos de cuyos representantes cultivan «patrones métricos,
discursivos, temáticos y simbólicos comunes».
Adelanto que RJD no nos dice en ningún momento quiénes componen ese
coro de castrados del que nos da noticia, aparte de él mismo. La
utilización de la primera persona del plural no deja lugar a dudas:
él también se incluye en ese coro, cuyos miembros ponen «a la
parrilla el par de huevos que ya no […] cuelgan de su bastión
originario o un par de artículos imprescindibles fruto de nuestros
sesudos sesos filológicos.»
Empecemos
por resumir la entrada del autor, quien se considera uno más de esos
«eunucos bien avenidos» que hablan «de las mitologías nórdicas,
australianas o griegas», asan
«sus colecciones de versos»
y fríen sus «refritos cojonudos». Este conjunto lírico ha sido
castrado por un «padre» cuyo nombre, de momento, no sabemos, pero
al que más adelante se refiere el autor con la palabra «voz». La
frase dice así:
Nos
hemos mantenido fieles a nuestro destino de cofrades, a la voz
que nos llamaba a unir nuestras palabras, a las confidencias
—que no cualquiera está llamado a escuchar— de los mares
egeos,
coreanos y bálticos.
RJD
se vale de la metáfora de la castración para aludir a la carencia
de una voz y un pensamientos propios por parte de aquellos poetas
criticados y no mencionados.
El padre castrador que supuestamente no ha permitido crecer a sus
hijos es, como puede leerse, una «voz» que llamaba «a las
confidencias de los mares egeos, coreanos o bálticos.» De modo que
tenemos, por un lado, al padre castrador y, por otro, a sus hijos
dominados que repiten a coro sus confidencias
de mares egeos.
Pues
bien, por mucho que el autor lo niegue (negaciones eliminadas en la
versión que puede consultarse actualmente en Internet), cualquiera
que conozca a RJD sabe que ese padre es Andrés Sánchez Robayna,
autor de un libro llamado Sobre
una confidencia del mar griego, precedido de Correspondencias
(2005). Pero los escritores desconocidos que son satirizados por la
afilada pluma de RJD tienen también «una madre que vela por
nosotros», en cuyas «lavanderías lacrimosas» los «poetas eunucos
de una sola isla han tenido que ganárselo todo a pulso». Esta madre
no es otra que Elsa López, quien organizara la exposición «Los
poetas de una sola isla», celebrada en abril de 2012 en el espacio
Canarias de Madrid.
En
una de sus puntualizaciones, RJD aclara que sus dardos no van
lanzados contra sus supuestos progenitores, sino «contra quienes han
vendido esas almas a costa de su independencia», o sea, contra
quienes se han dejado dominar y castrar por ellos. Por otro lado,
amplia el efecto de castración cuando dice referirse «a patronazgos
y magisterios ejercidos con gran irresponsabilidad (y no
identificables con un único maestro o maestra, sino con varios)».
Puede verse
aquí claramente la manera
en que RJD escurre el bulto tras lanzar la piedra, al acusar a dos
escritores de dirigismo intelectual, pintándolos «complacidos desde
sus estratégicos altares», y alegar ibídem
no arremeter contra ellos, sino contra sus víctimas no inocentes,
entre ellos el propio autor.
En
cualquier caso, me parece fuera de toda duda que RJD alude a dos
personas concretas, a sus «actitudes literarias» y sus nocivas
consecuencias. El lector se preguntará cuál es su desdichada
progenie. Según RJD, él mismo y otros poetas que corean la
mitología fundadora del padre (acatando sus «directrices») y
reciben los favores de la madre, o de los dos. Esta actitud
«autoinclusiva»
podría ser tomada, y de hecho así lo ha sido por algunas personas,
como un ejercicio valiente de autocrítica. Veremos, sin embargo, que
las propias palabras de RJD desdicen ese loado ejercicio, y que la
autoinclusión practicada en su texto es tan falaz como la
autocrítica que se le atribuye.
Primera
cuestión. ¿Por qué se considera RJD uno más de los que hablan de
mitos, «redivivos orfeos en atlántico exilio», si aquellos están
claramente ausentes de su escritura poética? No es posible encontrar
ni una sola alusión mitológica en sus libros de poesía, ya sea
australiana, griega o nórdica; de modo que, a este respecto, no
podemos considerar a RJD parte integrante de ese coro de castrados en
el que él buenamente se incluye. Lo mismo puede decirse de otros
tantos predicados de su texto. ¿Se juzga a sí mismo RJD un escritor
ortodoxo que se ha mantenido fiel a la voz que llamaba a las
confidencias de los mares egeos, un eunuco que asa sus colecciones de
versos y fríe sus refritos cojonudos? En absoluto. Más bien todo lo
contrario.
Segunda
cuestión. RJD manifiesta que su admiración por la poesía de
Sánchez Robayna «queda ya lejos», aserto que vuelve a incurrir en
una contradicción cuando menos sorprendente. Si el autor se incluye
como castrado en su escrito, ¿no supone eso confesar que su poesía
está todavía lastrada por la influencia del autor de Palmas
sobre la losa fría? Sin
embargo, RJD afirma justo lo contrario, esto es, que la presencia
poética de Robayna ya no pesa sobre su poesía: «para mí todo eso
queda ya lejos, si más de diez años le parecen a usted suficiente
distancia», responde a uno de los comentaristas de su texto. Pero si
esa influencia ―o cualesquiera otras― ya no gravan su trabajo
literario, ¿por qué se incluye? Un interlocutor que apoya las
afirmaciones de RJD, Roberto A. Cabrera, hace explícita la intención
de aquel, que es criticar el presente creativo de otros, no el suyo:
«mereces mi respeto por el ejercicio de autocrítica que haces en el
texto. Es difícil revisar un pasado (que para otros es presente) y
sus fantasmas». Claro que el texto RJD no revisa ningún pasado ni
supone ningún ejercicio de autocrítica; constituye, por el
contrario, una sátira en toda regla que proyecta los fantasmas del
autor (muy presentes todavía) sobre una serie de escritores y sus
actitudes literarias.
El
poeta canario residente en Madrid insiste sin embargo en su
inclusión: «¿no se ha dado cuenta de que mi texto está escrito en
primera persona del plural, es decir, que me incluyo en todo lo que
digo?». Me parece obvio el ardid que emplea RJD, ya que, como él se
encarga de señalar, en un paranoide desmentido de sí mismo, existe
una distancia («más de diez años») entre la época en que se
produjo la influencia de Robayna sobre su quehacer poético y el
momento actual. Por lo tanto, ateniéndonos a sus declaraciones y al
examen de sus últimos libros, en absoluto podemos atribuir a RJD
todo lo que dice en «El coro
de castrati».
Esta estrategia retórica constituye una maniobra de manipulación
cuya función es ocultarnos lo que realmente piensa el autor: que él
no se considera un castrado; quienes sí lo están son aquellos que
«hablan de […] mitologías», resisten cualquier «cualquier
tentación de abandonar el camino marcado», etc., etc.
En
mi opinión, el poeta y traductor canario maquilla sus feas
acusaciones mediante el uso del plural de autor. Este uso le permite
incluirse en lo criticado y distraer al lector de su verdadero
propósito: juzgar sin incluirse. RJD puede ponerse así la máscara
de rebelde subversor del orden poético instituido. Pero esa tosca
careta reproduce las facciones de aquello que cree profanar, como
evidencia un discurso que osa llamar cobardes a personas que no
firman sus comentarios
—viendo la paja en el ojo
ajeno y no queriendo ver la viga en el propio— y que, al mismo
tiempo, es incapaz de reconocer que las imágenes del «padre» y de
la «voz» aluden a una figura y una obra bien conocidas (en un
ataque repentino de amnesia, RJD asegura no referirse a ningún
«patrón» o «patrona»). Sí constituye una cobardía, por el
contrario, no reconocer esto abiertamente y encubrirlo bajo metáforas
baratas y negaciones infantiles, negaciones y metáforas que hacen
visible por otra parte el
vínculo latente que mantiene todavía con las «actitudes
literarias» del que fuera su padre poético. Pero dejemos este
asunto y vayamos a lo que importa.
Teniendo
claro que RJD en ningún momento se refiere en «El coro de castrati»
a sí mismo, pasemos a la siguiente cuestión. ¿Quiénes forman el
coro y de qué se les acusa? Desencarnando las actitudes literarias
de las personas que las ostentan, RJD declaraba, en respuesta al
comentario de un lector anónimo que
osó mencionar las
iniciales ASR, lo siguiente:
[…]
en el texto no me refiero a ningún amigo ni a ningún autor
(ni siquiera a iniciales de ningún tipo). Me refiero a una serie de
síntomas
que, a mi modo de ver, lastran, desde hace ya un par de décadas,
cierta poesía escrita en Canarias. Autores
que van ya para setenta años, otros que rozan los cincuenta, otros
que cargan con sus cuarenta, otros que bordean los treinta, y otros,
más jóvenes, gozosos veinteañeros, que [...].
La
respuesta refleja sin duda la confusión que reinaba en la cabeza de
RJD en aquel instante. Dice no referirse a ningún «autor», sino a
una serie de «síntomas», y a reglón seguido asegura que se
refiere a una serie de «autores». En fin, no perdamos más tiempo
en comentar otra más de las muchas contradicciones en que incurre
RJD, y subrayemos el objeto al que finalmente apunta su equívoco y
errátil texto:
Autores
que van ya para setenta años, otros que rozan los cincuenta, otros
que cargan con sus cuarenta, otros que bordean los treinta, y otros,
más jóvenes, gozosos veinteañeros, que acaban de empezar, escriben
o continúan escribiendo según unos patrones métricos, discursivos,
temáticos y simbólicos comunes.
(Si,
como RJD propone, hay que incluirlo «en todo lo que dice»,
pensaremos que es uno más de los que cargan con sus cuarenta y que
escriben según esos patrones comunes, pero creo haber dejado claro
cuál es su verdadera posición al respecto: la de juez excluso.)
La
crítica de RJD va sin embargo más allá de la práctica poética.
Ésta ha conspirado con el ejercicio de la crítica y un ambiente
literario censor para producir efectos nocivos y terribles
consecuencias:
Me
refiero a patronazgos y magisterios ejercidos con gran
irresponsabilidad (y no identificables con un único maestro o
maestra, sino con varios), mecenazgos paternalistas, camarillas
pseudointectuales que, entre otros efectos nocivos, han generado
cientos de poemas prácticamente clónicos (entre los que incluyo
bastantes de los míos), discursos críticos farragosos y
prepotentes, proclamas exaltadas de dogmas cogidos por los pelos y,
quizá lo más grave, el hundimiento y la reclusión en el silencio
de autores de talento que hubieran necesitado expresarse y no han
sabido cómo ni en qué medida lo que querían decir se adaptaba a
las directrices propuestas, ortodoxas.
A
estos párrafos se reduce toda la sustancia crítica que nos ofrece
RJD. Muy poca cosa para tan duro y sumario examen. Una muy gruesa
descripción que, debido a la ausencia de argumentos,
no dice nada. En cuanto al
texto en sí, RJD debiera ser consecuente con su estrategia retórica
y calificarlo no de parodia o profanación, sino de (auto)parodia o
(auto)profanación, pero ya hemos visto que no es ni lo uno ni lo
otro.
RJD
reitera, a lo largo del aburrido pero revelador engarce de dimes y
diretes, que no alude a cuestiones personales, sino a actitudes
literarias. No entraré en el asunto de las mitologías, ya que son
muchos los poetas canarios en que tal o cual mito aparecen con tal o
cual sentido (Eugenio Padorno o Iván Cabrera Cartaya, por citar sólo
a dos de ellos), ni hablaré de los alejandrinos «solemnes» y los
eneasílabos «curiosos», empleados por toda clase de poetas desde
los tiempos de Gonzalo de Berceo, o de las teorías sobre la
imposibilidad o la posibilidad de la poesía después del holocausto,
mencionadas con
«impostada erudición»
por no sabemos quién. Pero me gustaría dejar clara una cosa: no nos
incumbe jugar a las adivinanzas con el autor de «El
coro de
castrati»,
único acicate intelectual que nos ofrece este texto.
Puesto
que RJD ha jugado a ser juez e intérprete de la escena poética
canaria actual, debería aportar argumentos que justifiquen sus
acusaciones, so pena de que no le tomen en serio. (Son legión los
que han dejado de hacerlo.) Debe decirnos en qué poemas, en qué
obras o en qué tendencias se manifiesta la supuesta castración, a
qué actitudes literarias concretas se refiere, así como explicarnos
qué patrones comunes son esos que él, desde su falsa condición de
corista y basándose en burdas generalizaciones y metáforas
freudianas, considera «síntomas» de una castración de orden
creativo-intelectual. Si no lo hace el lector tomará su texto como
lo que es, un entramado de falacias dictado por su sombra,
escrito para escándalo de nuestro chismoso patio insular.
1
Rafael-José Díaz, El coro de castrati
[en línea]. [Consultado el 10 de abril de 2013].
http://parodiasyprofanaciones.blogspot.com.es/2012/04/el-coro-de-castrati.html.
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