oigo el idioma oscuro de la noche.
He llegado hasta aquí
con pasos solitarios, sin miedo a los ascensos,
al vértigo profundo, a las esfinges
que tejen para el hombre los enigmas.
Abajo las colinas de mi pueblo
se extienden tras el manto ceniciento
de chopos y cipreses, castaños y cerastas.
Los cúmulos del norte
se aglutinan en torno a las cumbres de basalto
y sobre ellos el faro de plata de la luna
desgarra las cenizas
del mundo anochecido.
He llegado hasta aquí
enfrentándome al templo del oprobio,
a los antiguos dioses del camino,
a la raíz de mi sangre...
Más allá, donde el ojo se destruye
y el tiempo desfigura
sus implacables leyes silenciosas,
intuyo la presencia de viejos Centinelas
aferrados al aire tembloroso
y al círculo invisible de los astros.
El atronador laúd de las borrascas
junto al son implacable de las lluvias
se tornan instrumentos en sus manos
tañedoras del día y de la noche;
y así sobre las cumbres despliegan sus rebatos
y tocan a la danza cual hordas de soldados
que conocen su muerte y la aceptan con orgullo.
Desde las altas torres de mi hogar
contemplo temeroso vuestra altura
y nazco hacia mi mente, Centinelas
a la noche adheridos como sombras
que a sus cuerpos se funden sin remedio.
Vosotros que azotáis
el sueño y la vigilia de los hombres
incendiando sus credos, cimentando
el pavor en la luz de la mirada;
vosotros que observásteis de la diosa
el silencio absoluto
tras su velo de espuma incognoscible:
qué asunto luminoso,
qué lenguaje celeste
os mantuvo suspensos y lejanos
durante tantas lunas amarillas.
¿Sois acaso el sendero o la huella del sendero,
el camino trazado por el sol
después de la batalla
o los apuntadores que se ocultan
tras la espesa tiniebla de los bosques?
Tal vez cualquier pregunta sea indigna
de entrar en vuestra esfera
y todas las respuestas infames cementerios
de signos que se integran a la nada;
tal vez para acercarnos a vosotros
y arriesgar nuestro verbo en el vacío
debamos entregarnos a otro tiempo,
antes de que se abriera en la maleza
el hueco insoslayable
y guiaran las doncellas al jinete,
cuando alzábamos círculos de piedra
y leíamos el mundo en la hojarasca.
Extraños Centinelas:
permitid que mi mente descifre vuestros dones
como si nada hubiera tenido lugar antes,
como si estas colinas color plata,
este hogar y esta torre
no existieran en mí como no existe
el silencio en el viento cuando irrumpe
el poder del relámpago y su voz.
Sólo así se abrirán
las insólitas grutas que dividen
al Ser de su materia
y yo percibiré vuestros dominios
con el ojo de Adán y la certeza
de Heráclito el oscuro.
Sí, yo he ascendido a ras de los halcones,
mirando cara a cara al gavilán.
Hoy pende de mi cuello
la inveterada llave de la luz.
Desde vuestro alto cénit contempláis,
lúcidos Centinelas,
los puntos cardinales de todo lo que existe
proyectando la vida y la muerte,
la sombra y la apariencia,
el glaciar y la hoguera
sobre el frágil telón de la materia.
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