la olivarda,
los cruciformes
jamargos blancos,
la extravagante
alcabota:
inequívocos signos
de la desidia
cuya potestad
extendíase también
a eriales, cobertizos,
cabañas y pizarras
por donde se filtraban las lluvias
del inclemente abril.
En el santuario
de caliza y silencio
los hombres encontramos
ídolos devastados
por el musgo y el liquen,
exvotos
corroídos por el tiempo
y su blasfemia,
amuletos sombríos,
rosarios
desperdigados
como dientes de leche.
Ya descendía la noche
cuando nos alejamos,
ya caía la noche
cuando caímos,
también nosotros,
en la certeza
de quien visita
-tal como se visita
un lugar extranjero-
el seno, el centro,
la enferma raíz
del abandono.
(El seno, el centro, la raíz)
EN ESTE mediodía
de sombras que se inmolan en la luz
el fuego nos precede.
Lo sabemos
porque bajo la bóveda absoluta,
nosotros, el reptil
y esas criaturas
del gran desierto rojo
despertamos;
hemos
despertado,
contenidos en flores de vigilia,
vacíos ya
de ignífugas materias,
ardiendo
como la inmensa antorcha
que no recuerda
su yesca originaria,
su raíz,
su sangre.
.
Sí, el fuego nos precede
y lo sabemos
porque allá,
en la escombrera
del alba
se han quedado
el amor y su signo,
el cuerpo y su penumbra...
fluyendo se han quedado
hasta filtrarse
a través de esta tierra
de lávicos dominios,
a través de este mapa
que ahora sólo retiene
el implacable
rezumar
del odio.
LA HAS desnudado
hasta llegar al límite
de su secreta forma.
Coronaste su almíbar
con invisibles alas
y fue temblor
bajo la luz del cénit,
temblor sólo,
exento de presencia,
despedazándose.
En todas las palabras
creció un incendio blanco,
un falo rojo,
una navaja abierta
a flor de sangre.
La mano
asumió los designios
de la ceniza:
tocó tus flancos,
giró en el placer
de aquello que consume
su silencio
y creció
tal fuego
de insobornable llama.
El horizonte
saliva fue,
musgo negro,
hélice
y de nuevo temblor.
Nos concedió la luna
su escafandra
de tonsurada plata
y tú enterraste
la hoguera,
el crimen
en el sagrario oscuro
de la profunda noche.
(La pequeña muerte)
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