sobre el rojo horizonte de la tarde
más allá del castaño y de los álamos
que el hielo ha descuajado;
adentrarse en la casa donde el aire
y el líquen y la copa y la humedad
comparten su tristeza en torno a un centro
espeso y transparente como el miedo.
Junto a la puerta negra
dejar nuestras cansadas pertenencias,
nuestros sucios aperos,
nuestro reloj absurdo,
y que el abrigo, ahorcado como un lobo,
clausure su misión contra los ciclos,
eternamente yazca en los armarios.
En las habitaciones de la infamia
no recobrar el tiempo ni esperar,
pues ya debes saber que en el vacío
permanece una huella sin sendero,
un cáliz atestado de silencio.
Adentrarse en la sombra que se erige
como el canto de un pájaro nocturno
cuando el verbo se aleja de su máscara
y en cada acto florecen siemprevivas.
Avanzar por pasillos polvorientos,
entre halcones resecos,
inhábiles ballestas
y ancestrales crujías
repletas de murciélagos.
No interpretar papeles de tiempos consumados.
No escribir que en el llanto
te hiciste compañero de la nada.
Adentrarse en la casa de los ecos,
aunque el retrato increpe su abandono
y dentro del sagrario
la oscuridad se infiltre, profanando
la diadema de plata, el camafeo.
Sí, ir hacia el corazón de lo perpetuo
más allá del castaño y de los álamos
que el hielo descuajó;
leer quizás la osamenta de los bueyes,
el oscilante envés de los almendros,
el ocelo sagrado de las aves.
Adentrarse en la casa duradera
con el rostro abatido y la mirada
del que vio a los centauros,
los hermosos centauros esfumarse
de los anchos vergeles de su infancia.
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