A nuestra derecha el bosque de avellanos pulveriza sus contornos, desaparece o se transforma en límite.
La casa, custodiada por un fresno del maná y por calandrias de materia frágil, expande su silencio de cosa que se apaga, su temblor de mano que duda ante el cuchillo.
Lloverá, dijeron los temerosos.
Será la nieve o el fuego, será la nada, dijo el fatalista haciendo redoblar su tambor. Pero sólo era la tarde y la casa traspasando la piel de los umbrales, descendiendo a la pulpa cenicienta del fruto subsolar donde todo se confunde.
Vigas y argamasas, muebles y pasillos, ventanas y retratos son ahora el fluido blando, el zumo negro de lo que existe y no sabe y aún así continua como la huella del hombre que deja el camino y emprende su pérdida.
Qué importa, si la casa ha entrado en la casa-otra, en la absoluta entraña, en la inexistencia pura, y las calandrias se hieren entre ellas con vocación de filo y el antiguo fresno deja atrás su significado de árbol para ser bestia contra el cielo, grito de tierra, minotauro.
Qué importa, dime, si bajo el ángulo profundo de los astros, dispuesta nuestra sangre en los horneados cuencos y dispuestos los cuencos sobre la gran mesa de tea, la vida, como el fuego de Propercio, arde más allá de lo que su resplandor promete.
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