Todo esto se alza en visión formidable ante tus ojos, todo esto
contemplas mientras oyes, de nuevo, el sonido encantado de las
flautas de las profundidades, el sonido de aquellas flautas y el
canto de nuevas voces convocadas.
Melchor López
SOBRE LAS cenizas perpetuas de la noche se dibuja el Observatorio: castillo blanco en cuyo interior gravita la visión de los arcángeles. Tú estás sobre el páramo de lava, en la altura insalvable. Contemplas el este y el oeste, el norte y el sur, y el silencio que llevas por testigo –compañero extraño– no sabe describir tu lugar en el invierno. La ciudad que dejas atrás es cruel: caimán eléctrico, insecto de fósforo que bebe sin medida el néctar de las estrellas, el plomo encendido, el mercurio... Por esta y otras razones, amado astrónomo, lo que hay bajo el peso de las aves ya poco te importa. Sabes, sobre el gris perenne, que tu corazón se conmoverá cuando el gran párpado se abra y el sol se contraiga como rosa de Jericó, bola de hielo, ascua que muere. El Tiempo, creíste, es una dolorosa variación de la materia... Ahora sabes que sólo es algo que cambia, un ardid de las distancias para marchitar ese punto común entre los hombres y los pétalos, entre los puentes y los ríos. No hizo falta mucho para que aprendieras todo esto, para que obtuvieras la medida sagrada del cielo y de la tierra. Lo único que siempre has poseído, antes incluso de llegar a la altura insalvable, fue el Observatorio, su miríada de arcángeles y su ojo transparente; ese ojo con el cual, cada noche, peinas cabelleras de astros en busca de una brizna de luz en el vacío, en busca de un señuelo que desvele nuestras sombras, tu sombra –compañera extraña– más allá de su materia.
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