en el ático valle de los perros
donde vuelan las aves carroñeras
esperando que el hambre nos sentencie,
acepto, entre los muros de mi patria,
el designio que impone el soberano
para purgar la polis de la peste
que ronda como un cuervo nuestra casa.
Yo, que imité escorpiones y alimañas,
llevo oculto en mi espíritu ominoso
al hombre que asestó la puñalada
al viejo sacerdote de Laconia.
Bajo el sol de la diosa de ojos garzos,
la que otorga nobleza a los soldados,
colgad de mi cerviz entumecida
el collar de los higos putrefactos
y lanzadme en catarsis las cebollas,
la sangre de cordero, el latigazo
que horada hasta los huesos del valiente
y rinde su tributo a nuestro Apolo.
Yo, Acrónopos, mendigo, el que deshonra
la arena del sendero con sus huellas
y roba el alimento a los leprosos
acato el hospedaje de la muerte.
Luego, sin sepultura, abandonadme,
grotesco mi cadáver pues grotesco
fue aquel que con su carne y su mentira
labró sobre la tierra la locura.
Y cuando ya mi cráneo esté reseco
y aquellos que descienden de mi estirpe
confundan sus caminos con los vuestros,
decid por un momento que la bestia,
cuyo nombre fue Acrónopos, mendigo,
el que violó a la hetaira de Sifakis
y robó los exvotos de los templos
para trocar la cera por el vino,
mereció el latigazo de las varas,
la sal en las heridas, el insulto
y ser el emisario de las sombras
que desatan los dioses sobre el pueblo;
decidlo aunque los perros insaciables
aúllen tras las murallas cuando escuchen
el auténtico nombre de la infamia
elevando su voz junto a los héroes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario