lunes, 15 de octubre de 2012

Apuntes XLII


                                   




-¿Y SI las armas pudieran retractarse? -preguntó el alumno 
mientras se disponía a pelar una naranja con su cuchillo.

-Entonces las manos nos dejarían solos, -respondió el maestro.

Seguidamente la naranja cayó al suelo, intacta. 





CUANDO SE quitó la máscara dejó en ella sus ojos. Luego lo vio todo más claro.






AQUEL HOMBRE te puede derribar de un plumazo, lo cual dice mucho de su condición avícola.






GALLINAS AVENTANDO las cenizas de un muerto.





NO EMPLEES un mazo para derribarme, pues con un arma así no sólo reconocerás tu odio, sino que también estarás admitiendo mi extraordinaria dureza, mi edificada presencia, mi condición de ídolo. 





RESULTA MUY triste que ese hombre haya gritado tanto que su entumecida voz, hoy por hoy, rinda un tributo perfecto a la palabra barbarie. Y es que mientras sólo hablaba, el resto podía pensar o decidir su intervención, postular cierta perspectiva e, incluso, rebatir determinados puntos. No era, por decirlo de algún modo, grosero. Nadie tenía que llevar sus manos a las orejas o distanciarse varias decenas de metros o fantasear con mordazas. Ahora, sin embargo, sólo hay gritos semejantes a los que pueblan, a altas horas de la madrugada, ciertos mataderos municipales en los que la muerte, de pronto, se extiende como un presentimiento por el ganado. Ya no hay posibilidad de diálogo porque su voz, totalmente afónica, se ha vuelto ininteligible, repleta de tonalidades selváticas y aullidos simiescos que sólo significan que un animal atroz se ha cuajado en su mirada negra. Los que pasan cerca de la casa donde él continua gritando no piensan en un hombre, pues son incapaces de asociar ese barullo cavernario al sonido que emite una garganta humana. Por eso, cuando aquellos que lo conocieron se aproximan a su hogar, bajan la cabeza y guardan el silencio profundo de quien se sumerge en el recuerdo. También, de vez en cuando, alguno de ellos se deja atrapar por las redes emotivas de la falacia y, con la voz repleta de nostalgia, susurra: 
«Ay, lo que pudo haber sido.» 





SE CERRÓ de tal manera sobre sí mismo que acabó por morderse el corazón. 





TALMUD: «Ay del pueblo cuyos jueces tiene que ser juzgados.»







CUANDO LA estrechez de miras se instala en los ojos de un hombre, una simplificación drástica del mundo en el que vive no tarda en apoderarse de su conciencia. Demasiado cobarde como para aceptar la ingente cadena de hechos y acontecimientos de la que proviene y en la cual se encuentra inmerso, este hombre no dudará ni un segundo en responder con violencia ante cualquier complejidad que se le presente, pues dicha complejidad será considerada por su instinto de conservación como un ataque a ese paraje que su mirada abarca y que él, sumido en la completitud que su simplicidad le otorga, ve como si de un todo se tratase.





HAY MÁS verdad en lo que trata de decir un hombre que en aquello que finalmente dice. 





LA LUZ como religión de los espacios.  




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