martes, 4 de diciembre de 2012

Apuntes LIII



                                             




El pájaro, el fruto, el poema: puntos de gravedad, sustentadores de belleza.



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Cada una de las personas con las que te cruzas a lo largo del día posee, hoy por hoy, un significado específico en tu pensamiento, habita, irremediablemente, un rincón de tu memoria. Probablemente no charlarás nunca con ninguna y, casi con total seguridad, jamás llegarás a saber cuales son sus debilidades, sus virtudes, sus tendencias ideológicas, sus pequeños crímenes domésticos. No obstante, tus ojos ya están unidos a los suyos por los lazos de la concurrencia. En los últimos años has intercambiado un número mayor de miradas con el vecino del edificio de enfrente, con la joven panadera de la esquina o con el muchacho del kiosco de periódicos, que con tus familiares directos, por lo que esas presencias, esos contornos de vida, han atravesado, sin que tú lo sepas, la compleja membrana que divide lo desconocido de lo habitual. Ahora posees una imagen más o menos nítida de ellos, una prefiguración que tu mente ha ido cincelando a base de pequeños gestos, peculiares expresiones, acentos, etc. Pertenecen, cada una de las personas con las que te cruzas a lo largo del día, al colectivo más numeroso y desconcertante de la humanidad: los extraños. 


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Lo habitual no necesita explicaciones, se ha hecho cognoscible a través del vicio de lo recurrente.


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En medio de la noche
el germen de la támara, 
la cicatriz lunar
y la polilla blanca.


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En las difusas orillas del conocimiento el poema abre sus puertas de oro.


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No hay poesía sin conciencia de límite.


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En el centro pronunciable de las cosas reside, para el poeta, el eje tembloroso que concede identidad, nombre propio, a lo que es mera presencia, desmadejado baile. 


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No conozco el fulgor de las luciérnagas
que en silencio se elevan
sobre las aguas verdes del arroyo,
susurras mientras ella,

la negrura, nos guarda entre sus signos
y en la noche profunda descubrimos
que de nada nos sirve
el mínimo lenguaje de los astros.

Bajaremos,
por la línea amarilla de los bosques,
escuchando el rumor
de las cosas que fluyen lentamente

y te diré: no mires al arroyo,
desconozcamos,
como ella, la negrura, desconoce,
los últimos reductos de la luz.


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PAOLO VALESIO: La sacralidad de la poesía no es ya una sacralidad nacional e iniciática, una sacralidad de lo sublime y excepcional; es, más bien, una sacralidad del cultivo cotidiano del espíritu como lucha contra un contexto pujantemente anti-espiritual. En esta perspectiva de calmada lucha [no es un oxímoron] cotidiana, lo sagrado se propone en un modo parcialmente nuevo: más que como [repito] iniciación a una tradición, lo sagrado es activo en cuanto introducción a una experiencia espiritual que es esencialmente una experiencia de humildad. Conviene volver a afirmar con energía [humildad no quiere decir debilidad] la necesidad de esta virtud --no en un sentido metafísico, sino concretamente operativo. 


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Todo lo que existe posee interior.

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