viernes, 23 de noviembre de 2012

La pata superior izquierda del reptil

                                                       
                                                                                                                                                 Para todos los que ven lo que no existe.



Mi oficio consiste en preservar la oscuridad en este pueblo después de la medianoche. Para ello, cada atardecer, subo hasta la cima del monte Caravante, donde se encuentra mi puesto de vigía; una cabaña de siete metros cuadrados desde cuyo ventanal se divisa el gigantesco reptil, negro como la obsidiana, al que mi pueblo se asemeja. Ocupando la pata izquierda superior del animal, es decir, mirando al Este desde la cabaña, se encuentra mi hogar, en el que han nacido y han muerto, durante varios generaciones, casi todos los miembros de mi familia, excepto la prima G, que nació en Italia, se convirtió en mi primer amor y, hace ya más de veinte años, se fue a Suecia. 
         En mi puesto de trabajo dispongo de lo necesario para pasar las pesarosas y largas noches de vigilia: una cocinilla de gas, un pequeño frigorífico, un sofá relativamente confortable, la emisora de radio mediante la cual me comunico con las patrullas y, claro está, mi catalejo de visión nocturna. Gracias a su potencia óptica he logrado, a lo largo de estos cinco años de oficio, desmantelar todo tipo de acciones relacionadas con el uso de la luz después de medianoche. Desde el desconcertante caso de la abuelita que encendió todas las lámparas de la casa para ir al baño a las tres de la madrugada, hasta los adolescentes que rodearon la iglesia con velas.
        Sé que puede parecer aburrido, y más para los jóvenes que aspiran a un puesto de, por ejemplo, fusilero; pero, técnicamente, mi labor consiste en escudriñar la oscuridad durante horas, atento al más mínimo resplandor, transmitiendo, por medio de la emisora, las coordenadas de posición de cada uno de los lugares que peino con mi catalejo. Normalmente no ocurre nada destacable: un grupo de luciérnagas junto al arroyo, un señor que prende un puro, el reflejo de la luna llena en el cristal de un armario... A pesar de ello no dejo de repetirme que soy el hombre perfecto para este tipo de trabajo. Si bien es cierto que, a veces, he deseado que algún desaprensivo se entregue a una orgía de interruptores, cirios y mecheros e, incluso, hogueras del tamaño de una catedral, sé perfectamente (me entrenaron para ello) que se trata, ese deseo abyecto, de un simple impulso contra el tedio, una estrategia de mi cerebro para que los latidos aumenten y mi atención vuelva a la carga. Nunca olvidaré el consejo que me dio R, el mejor instructor que tuve durante mi periodo de formación, en medio de una imaginaria: «A la puta oscuridad hay que tomársela con calma, que si no te saca los monstruos de dentro». Ahora, un lustro después, comprendo esas palabras perfectamente. Y es que resulta muy fácil, cuando la noche se instala en tus sentidos, confundir el chisporroteo de una inofensiva bengala de cumpleaños (pena de tres meses de silencio) con la provocadora acción de los linterneros, quienes deben ser aniquilados sin juicio previo. 
         Como bien dije antes, normalmente no ocurre nada en el pueblo, sin embargo, a veces, esos cerdos disidentes, los linterneros, se ponen de acuerdo para molestar al vencindario y salen a la calle, después de las doce, con sus ropas sucias y sus deportivas y, lo que es peor, sus linternas de batería alcalina. Ahí es cuando el Estado me requiere y el cumplimiento de la ley depende de mi capacidad de observación. Tengo que ser muy preciso, transmitir a las patrullas las coordenadas exactas de las luminarias que se van sucediendo por el pueblo y, finalmente, rellenar el parte de incidencias con todo lujo de detalles, ya que, en caso de que las patrullas no intercepten a los rebeldes durante esa misma noche, la investigación se extenderá a lo largo de los días posteriores, revisando hasta el rincón más ínfimo de las zonas que yo he descrito.
         Una de las acciones más duras emprendida contra los linterneros tuvo lugar hace tres años, cuando el Gran Consejo sopesó ampliar el horario de la prohibición varias horas antes de la medianoche. Era primavera. La atmósfera estaba limpia de nubes y polvo, por lo que la pureza de la oscuridad resultaba muy agradable. Recuerdo que, sin tener que realizar esfuerzo alguno por mi parte, el poder de visión que me concedía el catalejo penetraba, formidable, hasta lo más profundo de las alcobas, desvelando, entre otras cosas, las peculiares prácticas íntimas de algunos vecinos ilustres. Me sorprendió ver a V como un perrito sobre la cama, en tanto su oronda mujer le hacía lo propio con un pepino gigantesco. Asimismo, jamás hubiera imaginado que un señor tan respetado como I fuera capaz de masturbarse, en menos de dos horas, ocho veces, empleando para ello la fotografía de una caja de yemas de Santa Teresa, un bote de colonia para bebés y un rosario enrollado al glande. 
         No obstante, como ya mencioné, lo más destacable de esa jornada no fue descubrir los comportamientos  de un vecindario entregado a las pasiones de la primavera, sino el durísimo golpe que propinamos esa noche a los linterneros. A las dos y treinta y cuatro, yo, con un ojo pegado al catalejo y el micrófono en la mano derecha, mapeaba el pueblo como de costumbre, meticulosamente, sin prisa y sin pausa, descansando, cada media hora, de las chiribitas verdes que la visión nocturna graba en las pupilas. Entonces un relampagueo inconfundible tuvo lugar cerca de la tienda de víveres. Aumenté al máximo la potencia del artilugio y pude distinguir un bulto negro con forma humana apoyado en una papelera. Sin más, transmití las coordenadas, junto a la palabras «la tienda de Francisca», a las patrullas. A continuación otra luz se abrió paso en la parte trasera del cementerio, iluminando el mármol de los nichos y las copas de los cipreses. Confieso que tuve que apartar la vista del aparato unos segundos, ya que creí que se trataba de las piruetas de mi imaginación, exhausta de chiribitas. Pero cuando volví a retomar el visor, el haz continuaba allí, junto a un foco redondo que se proyectaba contra la tapia del camposanto, qué blasfemia. Por su parte, el bulto negro ya no estaba junto a la papelera. Al ver un nuevo fogonazo a menos de cien metros de donde detecté el primero, deduje automáticamente que aquella cosa se había ido calle arriba. Estaba confuso y, también, desconcertado. En la Plaza de los Chorros, entonces, relumbró un haz aún más potente que el del cementerio. 
         Entre mi boca y el micrófono de la emisora comenzó a fluir un imparable torrente de coordenadas y nombres de referencia, destinados a facilitar la labor de los jeeps de las patrullas, quienes, en su furiosos trasiego de búsqueda, lo único que conseguían era elevar incómodas polvaredas, dificultando, claro está, mi trabajo. Fue cuando se me ocurrió pensar como ellos, como los linterneros. Así, en unos pocos segundos, vislumbré la estrategia que aquellos cerdos estaban llevando a cabo: que los coches de las patrullas levantasen la mayor cantidad de polvo posible para que, de este modo, el vigía no pudiera localizar sus terribles actividades. «¡Tienen que salir de los vehículos y buscarlos a pie!¡Están empleando el polvo como camuflaje! ¡Utilicen los walkies para que la comunicación sea efectiva!», grité, entusiasmado. Al punto, los jeeps se detuvieron y la polvareda no tardó en descender. 
        Nervioso, orienté el catalejo hacia las laderas del Este, donde un cúmulo de linterneros revoloteaban igual que molestos y repugnantes moscardones, y comencé a transmitir los datos de ubicación. Confieso que, por unos instantes, me asaltó la duda, pero recordé las palabras de mi admirado R, uno de los hombres más honestos y grandiosos que he conocido, y grité: «¡Los cerdos se encuentran en la pata superior izquierda del reptil! ¡Están en esa zona! ¡Nadie merece salir con vida de esa zona!». 
         Mientras las patrullas disparaban sus ráfagas a mansalva por las calles y tumbaban las puertas de las casas para seguir disparando sobre cualquier persona o cosa que apestara a luz, respiré profundamente, me levanté de la silla y aplaudí, eufórico. Había hecho correctamente mi trabajo. Que toda mi familia pereciera acribillada era un efecto colateral que, sencillamente, había que asumir como se asume la muerte de alguien a quien quisimos mucho. Además la prima G, mi primer amor, estaba a salvo en Suecia, donde no hay linterneros.

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