domingo, 8 de enero de 2012

Apuntes V


HOY ME han regalado un anillo. Lo observo largamente, sosteniéndolo entre índice y pulgar. Es de plata repujada con motivos vegetales: hojas de acanto cuyas venas se retuercen sobre sí. Ciño su forma a mi dedo corazón izquierdo y miro el haz y el envés de la mano, ahora anillada. No me cuestiono su orígen ni su destino. No busco símbolos que lo justifiquen. Además trato de desactivar las piruetas de la imaginación poética, ya que deseo ver el anillo, vislumbrarlo acaso durante unos segundos exento de cualquier significado. Quiero descubrir esa forma como quien se topa, en mitad del desierto, con un fragmento de cuarzo rosa. Pero lo intuído se confirma: un anillo es un objeto que no existe por sí mismo. Pertenece al mundo del hombre. Su ser es en cuanto determinada voluntad estética. Someterlo, por lo tanto, a un ejercicio de desubicación sería conducir dicha circunferencia de plata repujada al abismo del absurdo.



CONTEMPLO MI casa con la oportuna pausa del viajero. En ella sólo veo una copa repleta de agua.



EL VIEJO vagabundo, cansado de avanzar por los páramos, se quedó mirando un pequeño cobertizo destruido por el viento y decidió parar y dormir hasta el alba. Para guarecerse del frío construyó una paupérrima choza con cuatro paneles de madera que, en su momento, formaron parte de la construcción hoy derrumbada. Uno de los paneles poseía en el centro un cuadrado vacío, por lo que lo orientó de tal forma que, en determinado momento de la noche, la luz de la luna llena que reinaba sobre la región se colara por el ventanuco.
        Cuando acabó su humilde refugio, ya exhausto, se tumbó y, empleando varias ramas de arbusto como lecho y manta, y su atillo como almohada, intentó dormir. Fijó la vista en el ventanuco y se quedó mirando cómo un ínfimo gajo de luna comenzaba a ser visible en su interior. Pero el vagabundo no pudo conciliar el sueño. Lo devolvieron a la vigilia los gritos de varios jóvenes ladrones. Petrificado por el miedo cerró los ojos y rezó para que pasaran de largo. No fue así. Los jóvenes descubrieron la choza y la desmontaron con premura. Uno de ellos tropezó con el atillo sobre el cual descansaba la cabeza del hombre y, agachándose, descubrió para su sorpresa aquel cuerpo mugriento y absolutamente quieto entre las ramas.
       Al creer que estaban ante un muerto, los jóvenes huyeron despavoridos, aunque la insolencia y la pobreza les impidió arrojar al suelo los paneles de madera y el atillo. Cuando el vagabundo dejó atrás su pose de difunto y su miedo y abrió los ojos no pudo más que sonreír. Se habían llevado todas sus pertenencias, pero la luna llena, ese inmenso ojo de plata, ahora ocupaba el centro del ventanuco.



HUNDO EN mi mano la cabeza partida de una flor y luego escribo la palabra guillotina.



NO SEAS como el hombre que espera llegar al horizonte para confirmar que el mundo engaña nuestra mirada.



EL ROSTRO de aquella joven australiana guardaba tanta gelidez que, al intentar inmortalizarlo en un retrato, el dibujante no pudo más que trazar un paisaje lluvioso del norte de Inglaterra.

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