jueves, 26 de abril de 2012

Rambla-Divagación-Abril




LA RAMBLA se despuebla lentamente.

Anochece.

Coronas de humo blanco cubren la terraza, las enfermas cortezas de los árboles, la vieja Avenida Corcovado.

Toldos azules, naranjas y rojos atienden al designio de la brisa, se mecen en silencio como banderas que ya nada significan.

Un hombre de rostro triangular, borracho, pide una copa y grita: Si borráis el nombre romperéis el hilo.

El camarero, con un gesto que sería ofensa si el cansancio no lo tapizara de quietud, mira fijamente aquella sonrisa atroz y exhala una bocanada de aire repleta de silencio.

Por el cielo cruza el gigantesco dragón del frío.

A mi izquierda una niña se agacha, dibuja una cruz en la acera y desaparece con sus zapatos de charol rojo.

Hay situaciones que es mejor no plantearse.

Desde este lugar, aunque parezca imposible, puedo ver la textura cristalina de un ramo de estrellas.

Desconozco el nombre de casi todas las constelaciones, de casi todas las calles, de casi todos los hombres. Sólo sé que varias calles más allá, una y otra vez, una y otra vez se oye el eco rotundo de la fábrica nocturna.

No hay ninguna distinción entre aquel borracho de rostro triangular, este camarero cansado de bandejas o yo que miro los astros y atiendo al bramido de la fábrica.

No existe ninguna distinción entre borracho y fábrica, entre yo y bramido.

Cuando anochece cada uno de nosotros ( yo, el borracho y el camarero) percute sombras en la sombra e intenta modelar el cuchillo negro de su propio sacrificio, pero cada uno de nosotros (el borracho, el camarero, yo) siempre posterga el rito para otro día de cielo más gris, para otro momento de frutos más amargos.

Somos un aplazamiento.

Ahora un adolescente sonríe con la boca llena de raíces luminosas, hace ruido con su silla, bebe con lentitud de pobre y practica su belleza como un gimnasta practica ejercicios al atardecer. La estación en la que su cuerpo se encuentra es la estación de los frutos dorados, pero pronto le llegará el otoño y alguien le pedirá cuentas, le obligará a hablar y él, insensato, no sabrá qué decir.

El adolescente todavía desconoce que en todo hombre yace un idioma desconocido. No obstante bebe un poco de cerveza.

Rebaños de nubes grises se reflejan en los cristales del edificio que hay justo a mi derecha.
Si un oficinista abriera una ventana vería cómo se cuela una nube en su despacho. Pero a estas horas los oficinistas no existen o cenan muy lejos de aquí o bailan desnudos a ritmo de pianola antigua.

Sólo yo sé que imaginar es extender el aquí hasta su más extrema lejanía.

Sólo yo puedo saber cuánto hay de animal o de fábrica en la fábrica, cuánto hay de bramido en mi garganta, cuánto aplazamiento soporta el cuchillo que fue forjado a altas horas de la noche.

En la terraza de toldos naranjas, rojos y azules el borracho grita nuevamente. Su mirada se clava en la mirada que hoy llevo conmigo.

La mirada que llevo conmigo creyó una mañana entera en el infinito.

Un filamento luminoso se apaga en la última habitación del horizonte.

El camarero es un hueco lleno de pétalos que van cayendo sobre la rambla, un algo de alguien atestado de flores secas.

Mi mente piensa, sin por qué, en el enigma de una zarza ardiendo.

Alguien muy pronto llamará a los agentes para susurrar un nombre, para recomponer el hilo.

Busco en mi interior algo más hondo que el silencio y encuentro una caja de tiempo más antigua que mi sombra.

Desde aquí, aunque parezca imposible, se divisan algunas estrellas; desconozco las constelaciones como desconozco el mundo que hay más allá de la rambla, más allá de estas mesas, más allá de la mirada que confió en infinitos y fue buena y fue bella.

No tengo abrigo para tanto frío, para tanta terraza, para tanto despoblamiento.

Estas palabras híspidas y duras, crudas y directas se cansan de mi tinta y mi puño, giran en un último golpe de luz y luego se apagan como farolas al amanecer.

Mira, adolescente, cómo la noche se cubre de cenizas y débiles acentos cristalinos.

Mira, Ganímedes, la corteza enferma de los árboles, la patina de polvo que cubre las estatuas, los muros amarillos del manicomio.

La sirena de una patrulla florece en los ángulos del sur.

Hay situaciones que es mejor no plantearse.

El adolescente deja de sonreír, se incorpora y avanza hasta el horizonte gris de Avenida Corcovado.

En el bolsillo de Alguien tintinean unas pocas monedas de cobre.

Vivimos en la memoria de un dios incomprensible, dentro, muy dentro, a veces hundidos, otras veces flotando, pero siempre dentro, muy dentro.

Completamos un ciclo como esa flor completa su muerte cayendo en la acera.

Cae el telón.




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