lunes, 30 de abril de 2012

Tres poemas


ENTRE TODOS los hombres sólo hay uno
que piensa el infinito y lo comprende.

Camina por el bosque, se detiene
bajo el lento trigal de las estrellas

y graba en la corteza de un ciprés
el signo que la mente le ha otorgado.

De pronto el signo existe contra el árbol
como existe la punta del cuchillo,

la mano temblorosa y las colinas
que borran su presencia ante la noche.

Entre todos los hombres sólo hay uno
que arrastra su mirada por los bosques

y pulsa los acordes invisibles
con la medida exacta de esa luz

que incendia de belleza cada instante
y no es fuego ni sangre ni silencio.

                                                (El guardabosques)







LLEGÓ LA hora del eclipse. Estamos en casa, dentro, cerca de la matriz donde nos tendemos para hallar el sueño. Te miro a la cara y percibo tu rostro desvaneciéndose. Los objetos también siguen el mismo camino. Donde había un perchero ahora hay un mástil sombrío. En el espacio que ocupan los muebles, paredes de terciopelo negro amortiguan la mirada. Tus labios son dos grietas en una máscara de obsidiana, un ataúd lleno de silencio que no puedo asociar a tu cuerpo. De poco valdrá esperar a la luna. Sus huesos, camuflados por el sol, fornican oscuramente con Apolo. Tú, aquí en la casa, ya no existes. Tu magnetismo de ángel con ojos en blanco ha perdido su fosforescencia de animal submarino. Estoy solo. Quemo mis pulmones con nafta. Me encadeno a las esquinas y ciego las ventanas con vendas empapadas en sangre. Llegó la hora del eclipse y tengo que vencer al eclipse, aplastar al eclipse, eclipsar al eclipse, aunque su despotismo nocturno me obliga a buscarte cual niño asustado. Muevo las manos como hélices. Las entrañas del mundo arden y este corazón se hace polvo de plata. Encuentro algo que tiene frío y emana humo. Pero el eclipse te ha borrado y ahora, contra el castillo de mi pecho, sólo hay un primitivo, rotundo y brutal esbozo del miedo.

                                                                                                                                                (Ocultación)







EN TU frente se ciñen los laureles.

Es la época del fruto
dorando su figura en el alféizar:

es la época gloriosa del manzano,
la recolección.

Tú compensas el aire de la muerte
con el sexo desnudo en mi memoria.

Tú eres la luminosa y blanca herida,
la herida que apacigua el sacrificio
cuando llega la noche
y en esta casa abismas mis contornos,
me rindes
como se rinde el río frente al océano.

En mis ojos meditan los paisajes
y la luz que los colma se asemeja
al árbol de tu infancia.

Con las manos trenzadas de la tarde
y con las rudas manos de tus hijos
hemos ido tejiendo la corona.

Yo he participado en el rito:

es la estación propicia,
la estación de las hojas engarzadas,
de la pulpa amarilla
y el fruto,

la estación que dispersa la tormenta
y aproxima el latido, –

la estación de tu nombre y la corola.

                                                      (Ciclo)

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