sábado, 27 de abril de 2013




Comentarios al texto «El coro de castrati»,
de Rafael-José Díaz


Alejandro Rodríguez-Refojo



El 12 de abril de 2012, el poeta, narrador y traductor Rafael-José Díaz colgó en su blog Travesías una entrada deliberadamente polémica titulada «El coro de castrati». En ella el autor critica a una serie de poetas insulares que él considera un coro de «castrados», a sus padres capadores y una serie de «síntomas» de castración generales. Voy a tener en cuenta los comentarios realizados por otras personas a este post de Rafael-José Díaz (en adelante RJD), así como las réplicas y puntualizaciones de éste. Me basaré para ello en el texto y los comentarios divulgados por el autor en la fecha indicada en su blog Travesías, eliminados posteriormente de este espacio y publicados en otro blog, Parodias y profanaciones1, esta vez sin los comentarios que no fueron firmados en aquella ocasión. Me detendré en ciertas contradicciones que desvelan la posición crítica del autor (posición de juez excluso) y, finalmente, en las frases que expresan un juicio sobre la poesía canaria actual, algunos de cuyos representantes cultivan «patrones métricos, discursivos, temáticos y simbólicos comunes». Adelanto que RJD no nos dice en ningún momento quiénes componen ese coro de castrados del que nos da noticia, aparte de él mismo. La utilización de la primera persona del plural no deja lugar a dudas: él también se incluye en ese coro, cuyos miembros ponen «a la parrilla el par de huevos que ya no […] cuelgan de su bastión originario o un par de artículos imprescindibles fruto de nuestros sesudos sesos filológicos.»
Empecemos por resumir la entrada del autor, quien se considera uno más de esos «eunucos bien avenidos» que hablan «de las mitologías nórdicas, australianas o griegas», asan «sus colecciones de versos» y fríen sus «refritos cojonudos». Este conjunto lírico ha sido castrado por un «padre» cuyo nombre, de momento, no sabemos, pero al que más adelante se refiere el autor con la palabra «voz». La frase dice así:

Nos hemos mantenido fieles a nuestro destino de cofrades, a la voz que nos llamaba a unir nuestras palabras, a las confidencias —que no cualquiera está llamado a escuchar— de los mares egeos, coreanos y bálticos.

RJD se vale de la metáfora de la castración para aludir a la carencia de una voz y un pensamientos propios por parte de aquellos poetas criticados y no mencionados. El padre castrador que supuestamente no ha permitido crecer a sus hijos es, como puede leerse, una «voz» que llamaba «a las confidencias de los mares egeos, coreanos o bálticos.» De modo que tenemos, por un lado, al padre castrador y, por otro, a sus hijos dominados que repiten a coro sus confidencias de mares egeos.
Pues bien, por mucho que el autor lo niegue (negaciones eliminadas en la versión que puede consultarse actualmente en Internet), cualquiera que conozca a RJD sabe que ese padre es Andrés Sánchez Robayna, autor de un libro llamado Sobre una confidencia del mar griego, precedido de Correspondencias (2005). Pero los escritores desconocidos que son satirizados por la afilada pluma de RJD tienen también «una madre que vela por nosotros», en cuyas «lavanderías lacrimosas» los «poetas eunucos de una sola isla han tenido que ganárselo todo a pulso». Esta madre no es otra que Elsa López, quien organizara la exposición «Los poetas de una sola isla», celebrada en abril de 2012 en el espacio Canarias de Madrid.
En una de sus puntualizaciones, RJD aclara que sus dardos no van lanzados contra sus supuestos progenitores, sino «contra quienes han vendido esas almas a costa de su independencia», o sea, contra quienes se han dejado dominar y castrar por ellos. Por otro lado, amplia el efecto de castración cuando dice referirse «a patronazgos y magisterios ejercidos con gran irresponsabilidad (y no identificables con un único maestro o maestra, sino con varios)». Puede verse aquí claramente la manera en que RJD escurre el bulto tras lanzar la piedra, al acusar a dos escritores de dirigismo intelectual, pintándolos «complacidos desde sus estratégicos altares», y alegar ibídem no arremeter contra ellos, sino contra sus víctimas no inocentes, entre ellos el propio autor.
En cualquier caso, me parece fuera de toda duda que RJD alude a dos personas concretas, a sus «actitudes literarias» y sus nocivas consecuencias. El lector se preguntará cuál es su desdichada progenie. Según RJD, él mismo y otros poetas que corean la mitología fundadora del padre (acatando sus «directrices») y reciben los favores de la madre, o de los dos. Esta actitud «autoinclusiva» podría ser tomada, y de hecho así lo ha sido por algunas personas, como un ejercicio valiente de autocrítica. Veremos, sin embargo, que las propias palabras de RJD desdicen ese loado ejercicio, y que la autoinclusión practicada en su texto es tan falaz como la autocrítica que se le atribuye.
Primera cuestión. ¿Por qué se considera RJD uno más de los que hablan de mitos, «redivivos orfeos en atlántico exilio», si aquellos están claramente ausentes de su escritura poética? No es posible encontrar ni una sola alusión mitológica en sus libros de poesía, ya sea australiana, griega o nórdica; de modo que, a este respecto, no podemos considerar a RJD parte integrante de ese coro de castrados en el que él buenamente se incluye. Lo mismo puede decirse de otros tantos predicados de su texto. ¿Se juzga a sí mismo RJD un escritor ortodoxo que se ha mantenido fiel a la voz que llamaba a las confidencias de los mares egeos, un eunuco que asa sus colecciones de versos y fríe sus refritos cojonudos? En absoluto. Más bien todo lo contrario.
Segunda cuestión. RJD manifiesta que su admiración por la poesía de Sánchez Robayna «queda ya lejos», aserto que vuelve a incurrir en una contradicción cuando menos sorprendente. Si el autor se incluye como castrado en su escrito, ¿no supone eso confesar que su poesía está todavía lastrada por la influencia del autor de Palmas sobre la losa fría? Sin embargo, RJD afirma justo lo contrario, esto es, que la presencia poética de Robayna ya no pesa sobre su poesía: «para mí todo eso queda ya lejos, si más de diez años le parecen a usted suficiente distancia», responde a uno de los comentaristas de su texto. Pero si esa influencia ―o cualesquiera otras― ya no gravan su trabajo literario, ¿por qué se incluye? Un interlocutor que apoya las afirmaciones de RJD, Roberto A. Cabrera, hace explícita la intención de aquel, que es criticar el presente creativo de otros, no el suyo: «mereces mi respeto por el ejercicio de autocrítica que haces en el texto. Es difícil revisar un pasado (que para otros es presente) y sus fantasmas». Claro que el texto RJD no revisa ningún pasado ni supone ningún ejercicio de autocrítica; constituye, por el contrario, una sátira en toda regla que proyecta los fantasmas del autor (muy presentes todavía) sobre una serie de escritores y sus actitudes literarias.
El poeta canario residente en Madrid insiste sin embargo en su inclusión: «¿no se ha dado cuenta de que mi texto está escrito en primera persona del plural, es decir, que me incluyo en todo lo que digo?». Me parece obvio el ardid que emplea RJD, ya que, como él se encarga de señalar, en un paranoide desmentido de sí mismo, existe una distancia («más de diez años») entre la época en que se produjo la influencia de Robayna sobre su quehacer poético y el momento actual. Por lo tanto, ateniéndonos a sus declaraciones y al examen de sus últimos libros, en absoluto podemos atribuir a RJD todo lo que dice en «El coro de castrati». Esta estrategia retórica constituye una maniobra de manipulación cuya función es ocultarnos lo que realmente piensa el autor: que él no se considera un castrado; quienes sí lo están son aquellos que «hablan de […] mitologías», resisten cualquier «cualquier tentación de abandonar el camino marcado», etc., etc.
En mi opinión, el poeta y traductor canario maquilla sus feas acusaciones mediante el uso del plural de autor. Este uso le permite incluirse en lo criticado y distraer al lector de su verdadero propósito: juzgar sin incluirse. RJD puede ponerse así la máscara de rebelde subversor del orden poético instituido. Pero esa tosca careta reproduce las facciones de aquello que cree profanar, como evidencia un discurso que osa llamar cobardes a personas que no firman sus comentarios —viendo la paja en el ojo ajeno y no queriendo ver la viga en el propio— y que, al mismo tiempo, es incapaz de reconocer que las imágenes del «padre» y de la «voz» aluden a una figura y una obra bien conocidas (en un ataque repentino de amnesia, RJD asegura no referirse a ningún «patrón» o «patrona»). Sí constituye una cobardía, por el contrario, no reconocer esto abiertamente y encubrirlo bajo metáforas baratas y negaciones infantiles, negaciones y metáforas que hacen visible por otra parte el vínculo latente que mantiene todavía con las «actitudes literarias» del que fuera su padre poético. Pero dejemos este asunto y vayamos a lo que importa.
Teniendo claro que RJD en ningún momento se refiere en «El coro de castrati» a sí mismo, pasemos a la siguiente cuestión. ¿Quiénes forman el coro y de qué se les acusa? Desencarnando las actitudes literarias de las personas que las ostentan, RJD declaraba, en respuesta al comentario de un lector anónimo que osó mencionar las iniciales ASR, lo siguiente:

[…] en el texto no me refiero a ningún amigo ni a ningún autor (ni siquiera a iniciales de ningún tipo). Me refiero a una serie de síntomas que, a mi modo de ver, lastran, desde hace ya un par de décadas, cierta poesía escrita en Canarias. Autores que van ya para setenta años, otros que rozan los cincuenta, otros que cargan con sus cuarenta, otros que bordean los treinta, y otros, más jóvenes, gozosos veinteañeros, que [...].

La respuesta refleja sin duda la confusión que reinaba en la cabeza de RJD en aquel instante. Dice no referirse a ningún «autor», sino a una serie de «síntomas», y a reglón seguido asegura que se refiere a una serie de «autores». En fin, no perdamos más tiempo en comentar otra más de las muchas contradicciones en que incurre RJD, y subrayemos el objeto al que finalmente apunta su equívoco y errátil texto:

Autores que van ya para setenta años, otros que rozan los cincuenta, otros que cargan con sus cuarenta, otros que bordean los treinta, y otros, más jóvenes, gozosos veinteañeros, que acaban de empezar, escriben o continúan escribiendo según unos patrones métricos, discursivos, temáticos y simbólicos comunes.

(Si, como RJD propone, hay que incluirlo «en todo lo que dice», pensaremos que es uno más de los que cargan con sus cuarenta y que escriben según esos patrones comunes, pero creo haber dejado claro cuál es su verdadera posición al respecto: la de juez excluso.)
La crítica de RJD va sin embargo más allá de la práctica poética. Ésta ha conspirado con el ejercicio de la crítica y un ambiente literario censor para producir efectos nocivos y terribles consecuencias:

Me refiero a patronazgos y magisterios ejercidos con gran irresponsabilidad (y no identificables con un único maestro o maestra, sino con varios), mecenazgos paternalistas, camarillas pseudointectuales que, entre otros efectos nocivos, han generado cientos de poemas prácticamente clónicos (entre los que incluyo bastantes de los míos), discursos críticos farragosos y prepotentes, proclamas exaltadas de dogmas cogidos por los pelos y, quizá lo más grave, el hundimiento y la reclusión en el silencio de autores de talento que hubieran necesitado expresarse y no han sabido cómo ni en qué medida lo que querían decir se adaptaba a las directrices propuestas, ortodoxas.

A estos párrafos se reduce toda la sustancia crítica que nos ofrece RJD. Muy poca cosa para tan duro y sumario examen. Una muy gruesa descripción que, debido a la ausencia de argumentos, no dice nada. En cuanto al texto en sí, RJD debiera ser consecuente con su estrategia retórica y calificarlo no de parodia o profanación, sino de (auto)parodia o (auto)profanación, pero ya hemos visto que no es ni lo uno ni lo otro.
RJD reitera, a lo largo del aburrido pero revelador engarce de dimes y diretes, que no alude a cuestiones personales, sino a actitudes literarias. No entraré en el asunto de las mitologías, ya que son muchos los poetas canarios en que tal o cual mito aparecen con tal o cual sentido (Eugenio Padorno o Iván Cabrera Cartaya, por citar sólo a dos de ellos), ni hablaré de los alejandrinos «solemnes» y los eneasílabos «curiosos», empleados por toda clase de poetas desde los tiempos de Gonzalo de Berceo, o de las teorías sobre la imposibilidad o la posibilidad de la poesía después del holocausto, mencionadas con «impostada erudición» por no sabemos quién. Pero me gustaría dejar clara una cosa: no nos incumbe jugar a las adivinanzas con el autor de «El coro de castrati», único acicate intelectual que nos ofrece este texto.
Puesto que RJD ha jugado a ser juez e intérprete de la escena poética canaria actual, debería aportar argumentos que justifiquen sus acusaciones, so pena de que no le tomen en serio. (Son legión los que han dejado de hacerlo.) Debe decirnos en qué poemas, en qué obras o en qué tendencias se manifiesta la supuesta castración, a qué actitudes literarias concretas se refiere, así como explicarnos qué patrones comunes son esos que él, desde su falsa condición de corista y basándose en burdas generalizaciones y metáforas freudianas, considera «síntomas» de una castración de orden creativo-intelectual. Si no lo hace el lector tomará su texto como lo que es, un entramado de falacias dictado por su sombra, escrito para escándalo de nuestro chismoso patio insular.


1 Rafael-José Díaz, El coro de castrati [en línea]. [Consultado el 10 de abril de 2013]. http://parodiasyprofanaciones.blogspot.com.es/2012/04/el-coro-de-castrati.html.

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